La historia de la Iglesia en México durante el siglo xix ha sido secuestrada por la política, en cuanto suele reducirse a su relación con el Estado, dejando en la penumbra la misión propia de la Iglesia de evangelizar, catequizar, impartir los sacramentos, fomentar el culto, establecer una disciplina propia canónica, formar cuadros y llevar a cabo las obras de misericordia, tareas que definieron la vida del patzcuarense José Ignacio Árciga y Ruiz de Chávez, segundo arzobispo de Michoacán.
La gestión episcopal de Árciga es clave para entender la renovación de la Iglesia en México, desde la previa creación de nuevas diócesis, la experiencia y recepción del Concilio Vaticano I, la Instrucción Pastoral de 1874 en coautoría con Pelagio Labastida y Pedro Espinosa, que mucho más allá de ser un reclamo ante la Ley Orgánica de Lerdo de Tejada fue un programa para la Iglesia mexicana. Sus constantes visitas pastorales como dechado de recristianización, su insistencia y logros en la educación, bien que se conservara un tono apologético en el campo de las ideas y los valores, como reflejo de tradición de larga data y de lineamientos del pontificado de Pío IX.
De mirada brillante y altura sobresaliente, su carácter era de gran sensibilidad: se conmovía fácilmente ante la desgracia ajena y de inmediato trataba de remediarla; se disgustaba por la falta de compostura de los participantes en funciones litúrgicas con el consiguiente reproche; lloraba en las tristezas y en las alegrías; se entusiasmaba al diseñar proyectos grandiosos y no paraba en sus actividades. Su gusto era predicar y catequizar; sus lecturas, la Biblia y los Santos Padres. Si bien se lamentaba y criticaba las medidas anticlericales del gobierno, las respetaba y buscaba caminos para la construcción de la paz y la buena convivencia.
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